En
la Europa Antigua, los cascabeles se utilizaban como amuleto para ahuyentar, a
través de su ruido, los males que poseía determinada persona. Enfermedades, el
diablo o animales eran echados tras el sonido de los sonajeros. No obstante, en
el deporte moderno y dentro de una pelota, el cascabel es el símbolo de
inclusión para personas no videntes. Tal es el caso del torball, una disciplina
diseñada pensando en la discapacidad visual y que permite la práctica de
videntes también.
Surgido
en Alemania post Segunda Guerra Mundial, ante la necesidad de pensar en actividades
para los minusválidos que dejó el conflicto bélico, el torball se introdujo en
la Argentina en la década del ’90. Según los datos de la Federación
Internacional de Deportes para Ciegos, se practica en unos 30 países, sumando a
más de 1200 deportistas. En el país germano y en Austria la disciplina tiene
una estructura organizativa consolidada y un número mayor de practicantes. “Es la actividad más
adecuada para comenzar con la práctica deportiva, ya que, además de
proporcionar los beneficios que todo trabajo físico brinda, favorece la
rehabilitación de quienes están atravesando por ese proceso. Por otro lado, cuenta con la ventaja de no presentar mayores riesgos,
ya que no existe contacto físico entre los jugadores. Es una disciplina que
puede ser desarrollada por las mujeres y por las personas mayores, sin ninguna
dificultad”, menciona Oscar Suárez, en un artículo de la
Biblioteca Argentina para Ciegos.
¿Y en qué
consiste? En un juego de torball participan dos equipos de tres jugadores que
se ubican a cada lado de un rectángulo de 16 metros largo por 7 metros de
ancho, los cuales responden a la longitud del arco que posee una altura de 130
centímetros. Delante de la meta, 3 alfombras de 1 por 2 metros sirven de
referencia para la ubicación de los participantes, quienes deben utilizar gafas
para tapar los ojos y quedar todos en las mismas condiciones. La pelota, con
cascabeles, ser lanzada con la mano y por el suelo desde un extremo del campo
hacia la meta contraria. En la zona central del campo se encuentran tres
cuerdas a 40 cm de altura, también con
cascabeles para revelar si la pelota no está viajando por la superficie, única
manera de que los sonajeros de la pelota hagan ruido y sirvan de referencia al
equipo que defiende.
Al momento de
jugarlo, el silencio es total alrededor, para escuchar sólo el balón y la
sanción del árbitro de gol, afuera o penal. No se permiten indicaciones de
ningún tipo desde el banco o del público.
Un ejemplo
Pero más allá de
las reglas o de la “amigabilidad” del juego por su dinámica, tanto para verlo
como para jugarlo, el torball evidencia aspectos deportivos y sociales más
profundos. Julián Mega es uno de los 1200 que practican la disciplina en todo
el globo. Profesor de Informática en la Universidad de Comahue, no vidente
desde hace 13 años, destaca que en su casa de estudios, el torball “desde el año
pasado se lo incorpora como un deporte más para todos sus estudiantes: ciegos,
los que ven poco y los que ven perfecto”, y aclara: “Es inclusivo porque el
tema es qué podemos hacer juntos, no tanto estar mirando la situación de
discapacidad, que por supuesto uno la tiene, pero lo que estamos mirando sobre
todas las cosas son las capacidades y cómo desarrollar esas capacidades que
todos tenemos. Y eso es muy interesante. Y muy gratificante también”.
Con
esa idea, Mega visitó la Universidad Nacional de Río Cuarto para, en el marco
de las 7º Jornadas Nacionales de Discapacidad y Derechos Humanos, brindar un
taller de Torball, en donde estudiantes, profesores, asistentes videntes y no
videntes vivieron la experiencia de aprender y practicar el juego.
Puede leer la nota completa en la edición impresa de revista
Contragolpe de noviembre de 2012.
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